Carta del distrito - Editorial T. C. nº 252

¿Misericordia o comprensión?


          El pasado 11 de abril el Papa Francisco anunciaba, por la bula Misericordiae vultus, un jubileo extraordinario de la misericordia que tendrá lugar desde el 8 de diciembre hasta el 26 de noviembre del año que viene. Son dos las reflexiones que se nos ocurren ante este próximo jubileo.
       La primera es acerca del motivo de su celebración, el 50 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II: «He escogido la fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente de la Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo en un modo más comprensible. Derrumbadas las murallas que por mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de un modo nuevo».(1)
        ¿Podemos alegrarnos realmente por un Concilio que ha sido causa de tanta turbación en la Iglesia, y la razón principal de la apostasía que estamos viviendo, predicada por las mismas autoridades? «El gran dolor de Monseñor Lefebvre fue ver a la Iglesia invadida por todos los errores del Concilio Vaticano II —al que muchas veces llamaba su “tercera guerra mundial”— y sus puestos principales ocupados por los enemigos; y que los Papas conciliares y posconciliares se apartaban de las enseñanzas de sus predecesores. Fue también para él una gran tristeza ver en ruinas el sacerdocio católico, cómo se difundía la libertad religiosa y cómo los estados católicos se iban secularizando en nombre de esta misma libertad proclamada por el Concilio».(2) El espíritu del Concilio acaba corrompiendo, envenenando, esterilizando la vida de la Iglesia.
         En segundo lugar, hay un peligro en mostrar una visión incompleta y distorsionada de la misericordia divina. Misericordia es la compasión de la miseria ajena en nuestro corazón, por la cual nos compele a socorrer, si podemos. Nuestro corazón se duele con el espectáculo de la desdicha de otro, haciéndola en cierto modo propia. La misericordia es virtud en la medida en que, más allá de un simple movimiento de sensibilidad ante un mal ajeno, nuestra voluntad intenta socorrer al indigente. Cuando hablamos de misericordia en Dios, queremos significar el propósito de la voluntad divina de remediar los males o defectos que hay en las cosas, y muy particularmente en el hombre. La misericordia en Dios es un concepto muy amplio. Santo Tomás muestra cómo en el fondo de toda obra divina bienhechora late esa misericordia, puesto que por amor difunde Dios su bondad a todos los seres. La misericordia colma y rebasa su justicia, dando siempre másde lo que una estricta justicia exige. En todas, en absolutamente todas las obras de Dios, brilla su misericordia y su justicia, y la misericordia más que su justicia.
         Es cierto que la omnipotencia de Dios brilla sobre todo perdonando y compadeciéndose de nuestras miserias, como nos dice la liturgia de los difuntos. Es cierto que no podemos poner límites a una bondad que en Dios es infinita. Pero, ¿cómo se perdona el pecado? Con la infusión de la gracia. ¿Y a quién se puede infundir la gracia? Al que está arrepentido, al que siente de corazón haber ofendido a Dios, al que se resuelve a hacer un esfuerzo para dejar el pecado y la ocasión de pecado y entregarse de nuevo totalmente a Dios. No puede darse la amistad divina si el alma permanece voluntariamente impermeable a su divina gracia.
          La nueva óptica de la misericordia se traduce muchas veces en una simple mirada de comprensión hacia el pecado, sin tener en cuenta la necesaria conversión, de la que apenas se habla en la bula de convocación del jubileo. Como dice Mons. Fellay en la última carta a los amigos y bienhechores: «Los actuales predicadores de una nueva misericordia insisten tanto en el primer paso que hace Dios hacia los hombres perdidos por el pecado, la ignorancia y la miseria, que demasiado a menudo omiten ese segundo movimiento que debe proceder de la criatura: el arrepentimiento, la conversión, el rechazo del pecado. Finalmente, la nueva misericordia no es sino una mirada complaciente del pecado. Dios os ama… pase lo que pase. […] Predicar una misericordia sin la necesaria conversión de los pobres pecadores sería un mensaje vacío de sentido para el cielo, una trampa diabólica que tranquilizaría al mundo en su locura y su rebelión cada vez más abierta contra Dios. El cielo lo dice claramente: “de Dios, nadie se burla” (Gál 6, 7). La vida de los hombres en el mundo de hoy clama por todas partes la ira de Dios. La masacre, por millones, de los inocentes en el seno materno, la legalización de las uniones contra natura, la eutanasia, son otros tantos crímenes que claman al cielo, sin hablar de todas las clases de injusticias…».(3)
        La Santa Iglesia quiere que saludemos a María con el título de Reina y Madre de misericordia. Que Ella interceda por la Iglesia, por el Papa, los obispos y cardenales. Que nos conceda también a todos nosotros un verdadero amor a Nuestro Señor, una gran detestación al pecado y una gran confianza en aquél que san Pablo llama “Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo” (II Cor. 1, 3-4).


(1) Misericordiae vultus, Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la misericordia, 11 de abril de 2015, nº 4.
(2) P. Franz Schmidberger, Prefacio al libro de Mons. Lefebvre, Soy Yo, el acusado, quien tendría que juzgaros.
(3) Carta a los amigos y bienhechores nº 84, 24 de mayo de 2015.