
La muerte de Nuestro Señor Jesucristo
Hoy es un día de luto, de tristeza y de dolor. Ha muerto Nuestro Señor Jesucristo.
¡Qué misterio! La malicia del pecado y de los hombres han llegado al colmo: han matado al Hijo de Dios. Y Jesús ha muerto de la manera más humillante: en la cruz, que era un suplicio para los esclavos. Y murió entre dos ladrones, como si fuera un malhechor. Para los antiguos, pensar en la crucifixión, era un espanto. Los judíos consideraban “maldecido por Dios” a aquel que moría de esta manera, y por eso quisieron esta muerte para Nuestro Señor, para humillarlo más. Los romanos sólo crucificaban a los esclavos, porque el que era “ciudadano romano”, no podía morir de esta manera tan infamante.
Y, sin embargo, cuando todo parecía perdido, cuando parecía que los enemigos de Nuestro Señor triunfaban, cuando se habían dispersado todos los discípulos de Jesús, cuando Satanás pensaba que había destruido la obra del Mesías, sin que nadie lo hubiera previsto, llega el triunfo de Nuestro Señor.
Esa “preciosa sangre derramada”, calma la ira de Dios, tributa al Padre una gloria infinita, y los pecados de los hombres encuentran solución en la misericordia de Dios.
Y, sin dejar de ser un día de tristeza, es un día de “esperanza”: se ha obrado la redención de los hombres y las puertas del Cielo se han abierto nuevamente. Y el primero que se da cuenta de la derrota, es el diablo con sus demonios, porque el alma de Nuestro Señor “baja a los infiernos” para librar las almas de los justos del antiguo testamento.
Y la cruz, pasa a ser, de un instrumento de muerte, a un instrumento de vida. La cruz es ahora el estandarte de guerra de Nuestro Señor que triunfa sobre sus enemigos. Ahora, la Iglesia y todos nosotros cantamos que debemos “gloriarnos en la cruz” de Jesús.
Es tan importante este hecho, que Cristo quiso que continuáramos renovando todos los días, hasta el fin del mundo, su sacrificio. Cada vez que asistimos a la misa, asistimos a la renovación del Sacrificio de Nuestro Señor en la cruz el Viernes Santo. Es el mismo sacrificio, está la misma víctima, la única diferencia es que no hay en la misa derramamiento de sangre.
En la misa Nuestro Señor reparte las gracias que nos consiguió el Viernes Santo. La misa da una gloria infinita a Dios y borra los pecados, porque es el mismo sacrificio de la cruz. En la misa también triunfa Nuestro Señor de sus enemigos.
Cada vez que asistimos al Santo Sacrificio de la Misa, tenemos que asistir con los mismos pensamientos y sentimientos que tenemos hoy día: con gran dolor por nuestros pecados, pero llenos de esperanza, porque Nuestro Señor nos salva por su cruz. Cuando estemos en la misa, pensemos como si estuviéramos en el Calvario mismo.
Pidámosle a la Virgen María que nos enseñe a amar la misa, y a tener en nuestras almas las mismas disposiciones y pensamientos que tuvo Ella al pie de la cruz.